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DESEO DE

CINE

[ Ver y pensar películas y series en cuarentena ]

Casablanca [1942]

Michael Curtiz

"Para ponerlo en términos lacanianos: durante esos críticos tres segundos y medio, Ilsa y Rick no se acostaron para el gran Otro (en este caso, el decoro de la apariencia pública a la que no hay que ofender), pero se acostaron para nuestra sucia imaginación fantasmática. Tal es la estructura de la transgresión en su más pura expresión: Hollywood necesita ambos niveles para poder funcionar."

 

Zizek, S.

 

Cómo leer a Lacan, Cap 5 Ideal del yo y superyó: Lacan como espectador de Casablanca

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[ Lecturas ]

Ideal del yo y superyó


Lacan como espectador de Casablanca

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Salzoj Zizek

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Nada obliga a nadie a gozar, salvo el superyó. El superyó es el imperativo del goce: ¡Goza! Los traductores de Lacan al inglés dejan a menudo el térmi- no jouissance en francés para volver tangible su carácter excesivo y propiamente traumático: no se trata de simple placer, sino de una violenta intrusión que produce más dolor que placer.* Así es como comúnmente se percibe al superyó freudiano, la cruel y sádica instancia ética que nos bombardea con demandas imposibles para luego contemplar gozosamente cómo fracasamos en satisfacerlas. No sorprende entonces que Lacan proponga una ecuación entre goce y superyó: gozar no es seguir espontáneamente nuestras tendencias, sino algo que cumplimos como una especie de extraño y retorcido deber ético.

 

En esta simple aunque inesperada tesis está cifrada la forma en que Lacan lee a Freud. Freud usa tres términos diferentes para referirse a la instancia que fuerza al sujeto a actuar éticamente: habla de yo ideal (Idealich), ideal del yo (Ich-Ideal) y superyó (Über-Ich). Freud tiende a identificar estos tres términos: a menudo utiliza la expresión Ichideal oder Idealich (Ideal del yo o yo ideal), y el título del capítulo 3 de su texto El yo y el ello es “El yo y el superyó (ideal del yo)”. Lacan introduce una precisa distinción entre estos tres términos: el “yo ideal” define la imagen autoidealizada del sujeto (cómo me gustaría ser, cómo me gustaría que me vieran los demás); el “ideal del yo” es la instancia cuya mirada trato de impresionar con la imagen de mi yo, el gran Otro que me mira y me fuerza a dar lo mejor de mí, el ideal que trato de seguir y de alcanzar; y el superyó es la misma instancia en su aspecto vengativo, sádico y punitivo. El principio estructurante que subyace a estos tres términos es, claramente, la tríada lacaniana real-imaginario-simbólico: el yo ideal es imaginario, lo que Lacan denomina el “pequeño otro”, la imagen refleja idealizada de mi yo; el ideal del yo es simbólico, el punto de mi identificación simbólica, el punto en el gran Otro desde el que me observo (y juzgo); el superyó es real, la instancia cruel e insaciable que me bombardea con demandas imposibles y luego se burla de mis vanos intentos de cumplirlas, la instancia ante cuyos ojos soy más culpable cuanto más trato de eliminar mis inclinaciones “pecaminosas” y satisfacer sus demandas. El viejo y cínico dicho stalinista acerca de la supuesta inocencia de un acusado en un juicio público (“Cuanto más inocentes son, más merecen ser fusilados”) es el superyó en estado puro.

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Lo que se desprende de esta precisa distinción es que, para Lacan, el superyó “nada tiene que ver con la conciencia moral en lo que concierne a sus exigencias más obligatorias”: por el contrario, el superyó es una instancia antiética, la estigmatización de nuestra traición ética. ¿Cuál de las otras dos es entonces la instancia ética propiamente dicha? ¿Debemos sostener -como han propuesto algunos psicoanalistas estadounidenses, basándonos en un par de formulaciones ambiguas de Freud- un ideal del yo “bueno” (racional-moderado, protector) en contra de un superyó “malo” (irracional-excesivo, cruel, angustiante), y tratar de que el paciente se deshaga del superyó “malo” y siga el ideal del yo “bueno”? Lacan está en contra de esta simplificación. Para él, la verdadera instancia ética es una cuarta instancia ausente de la lista de Freud, referida a veces por Lacan como “la ley del deseo”, la instancia que me dice que actúe de acuerdo con mi propio deseo. Aquí, lo crucial es la brecha entre esta “ley del deseo” y el ideal del yo (la red de normas sociosimbólicas y los ideales que el sujeto internaliza en el curso de su propia educación). Para Lacan, la instancia aparentemente benévola del ideal del yo, que nos lleva al crecimiento y a la madurez moral, nos fuerza a traicionar la “ley del deseo” al adoptar las demandas “razonables” del orden sociosimbólico existente. El superyó, con su excesivo sentimiento de culpa, es el otro lado del ideal del yo: ejerce su insoportable presión sobre nosotros debido a nuestra traición de la “ley del deseo”. La culpa que experimentamos bajo esta presión no es ilusoria sino real, “la única cosa de la que se puede ser culpable [...] es de haber cedido en su deseo”, y la presión del superyó demuestra que efectivamente somos culpables de haber traicionado nuestro deseo.

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Veamos un ejemplo de la brecha que separa el ideal del yo del superyó, la famosa escena que abre el último cuarto de uno de los clásicos más famoso de Hollywood, Casablanca, de Michael Curtiz, en la que Ilsa Lund (Ingrid Bergman) va a la habitación de Rick Blaine (Humphrey Bogart) para tratar de obtener los salvoconductos que les permitirán a ella y a su marido, el líder de la Resistencia Víctor Laszlo, huir de Casablanca a Portugal y luego a Norteamérica. Cuando Rick se niega a dárselos, ella saca una pistola y amenaza con dispararle. Rick le dice: “Vamos, dispara, va a ser un favor”. Ella se derrumba y entre lágrimas comienza a contarle la historia de por qué lo abandonó en París. Cuando ella le dice “Si supieras cuánto te amaba entonces, cuánto te sigo amando aún”, la pareja está abrazada en un primer plano. La película pasa entonces a un plano de tres segundos y medio de la torre del aeropuerto por la noche, con su reflector dando vueltas, y luego vuelve a pasar a un plano del exterior de la ventana de la habitación con Rick de pie, mirando hacia fuera
y fumando un cigarrillo. Rick se vuelve hacia el interior de la habitación y dice: “¿Y entonces?”. Ella retoma su relato...

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La primera cuestión que se plantea aquí es, por supuesto, ¿qué ha pasado en el medio, durante el plano de tres segundos y medio del aeropuerto? ¿Se acostaron o no se acostaron? Richard Maltby tiene razón al subrayar que, en este punto, lo que vemos no es simplemente ambiguo, sino que genera más bien dos significados muy claros, aunque mutuamente excluyentes: se acostaron y no se acostaron; en otras palabras, la película da un claro indicio de que se acostaron, y al mismo tiempo da un claro indicio de que no pueden haberlo hecho. Por un lado, toda una serie de elementos codificados indican que sí lo hicieron, es decir, que el plano de tres segundos y medio representa un período más largo de tiempo (la fusión de la pareja en un abrazo apasionado señala habitualmente la realización del acto; el cigarrillo después de haber tenido sexo es otra señal típica; incluso la vulgar connotación fálica de la torre). Por otro lado, otra serie de elementos paralelos indican que no pasó nada, es decir, que el plano de tres segundos y medio del aeropuerto corresponde al tiempo narrativo real (la cama del fondo está hecha, la conversación parece ser la misma, etcétera). Incluso cuando, en la conversación final entre Rick y Laszlo en el aeropuerto, se refieren directamente a los acontecimientos de esa noche, sus palabras pueden interpretarse en ambos sentidos: 

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RICK: ¿Dijiste que sabías lo mío con Ilsa?


VÍCTOR: Sí.

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RICK: No sabías que estuvo en mi habitación anoche cuando tú estabas... ella vino por los salvoconductos. ¿No es verdad, Ilsa?


ILSA: Sí.


RICK: Lo intentó todo para conseguirlos y nada funcionó. Hizo todo lo que pudo para convencerme de que todavía estaba enamorada de mí. Eso fue hace mucho tiempo; por ti fingió que no era así y yo la dejé.


VÍCTOR: Comprendo.

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Bien, la verdad es que yo no comprendo. ¿Se acostaron o no se acostaron? La solución de Maltby es insistir en que esta escena es una muestra perfecta de cómo Casablanca “está deliberadamente construida para ofrecer fuentes de satisfacción distintas y alternativas a dos personas sentadas una junto a otra en el cine”, es decir, “que podía funcionar tanto para una audiencia 'inocente' como para una 'sofisticada' ”. Mientras que en el plano superficial del relato, el espectador puede interpretarla según los códigos morales más estrictos, la película ofrece al mismo tiempo pistas suficientes para que el espectador sofisticado construya una línea narrativa alternativa, sexualmente mucho más atrevida. Esta estrategia es más compleja de lo que parece: es precisamente porque uno sabe que está en cierto modo “cubierto” o “absuelto de impulsos de culpa” por la línea oficial del relato por lo que se permite fantasías sucias. Uno sabe que estas fantasías no son “en serio”, que no cuentan para los ojos del gran Otro. Sólo tenemos una corrección
que hacerle a Maltby, y es que no se necesitan dos espectadores sentados uno junto al otro: con un solo espectador alcanza.

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Para ponerlo en términos lacanianos: durante esos críticos tres segundos y medio, Ilse y Rick no se acostaron para el gran Otro (en este caso, el decoro de la apariencia pública a la que no hay que ofender), pero se acostaron para nuestra sucia imaginación fantasmática. Tal es la estructura de la transgresión en su más pura expresión: Hollywood necesita ambos niveles para poder funcionar. Esto, por supuesto, nos lleva de vuelta a la oposición entre el ideal del yo y el superyó obsceno. En el nivel del ideal del yo (que aquí equivale a la ley simbólica, el conjunto de reglas que debemos observar en nuestro discurso público), no pasa nada, el texto es limpio, mientras que en otro nivel, el texto bombardea al espectador con la orden del superyó, “¡Goza!”, es decir, dale rienda suelta a tu sucia imaginación. Para decirlo una vez más, se trata de otro claro ejemplo de escisión fetichista, la estructura-renegadora “Je sais bien, mais quand même...” (Ya lo sé, pero igualmente...): la certeza de que no lo hicieron le da vía libre a la conclusión opuesta. Uno puede permitírselo, porque queda absuelto de toda culpa por el hecho de que, para el gran Otro, definitivamente no lo hicieron. Las apariencias importan: puedes tener todas las sucias fantasías que quieras, pero es importante que una versión menos incriminadora quede integrada al dominio público de la ley simbólica, registrada por el gran Otro. Esta lectura dual no es simplemente una concesión de parte de la ley simbólica, en el sentido de que la ley sólo está interesada en guardar las apariencias y nos deja libres de ejercer nuestras fantasías con la condición de que no invadan el dominio público. La

propia ley necesita este suplemento obsceno que la sostenga.

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